Porque qué pasaría si tuviésemos una pierna. Y no digo “solo” una pierna, sino tener una sin que nunca hubiese habido dos.
Y, bueno, quizás no estaría tan mal. No quedaría otro remedio que ir dando saltos pero seguro que lo haríamos con soltura y hasta elegancia. O eso nos parecería. De hecho, con toda probabilidad nos acostumbraríamos y terminaría por parecernos aberrante la posibilidad de tener dos piernas.
Por otro lado, tampoco nos vendría mal saber lo que sería tener exceso de órganos, como un ojo en cada dedo de la mano (debajo de la uña podría ser un buen sitio). O, más convencional, un brazo en medio de la espalda.
Por solo hablar del cuerpo. Porque tampoco sería muy divertido, por ejemplo, tener que hablar disponiendo de solo una docena de palabras. O que las únicas emociones disponibles fuesen, por decir algo, la desconfianza y el entusiasmo. Por no imaginar lo que sería que al dormir nos olvidáramos de quiénes somos y que cada mañana tuviéramos que volver a empezar a ser nosotros mismos. Francamente, sería un milagro que fuésemos la misma persona dos días seguidos.
Pero, en fin, para qué darle vueltas a todo esto. A fin de cuentas, en lo que nos interesa, tenemos todo lo que hay que tener y somos justo como tenemos que ser.
Eso sí, quizás no deberíamos ofendernos si alguien nos califica de chovinistas corporales. Sin duda lo somos, pero tenemos una buena excusa: estamos acostumbrados a ser así y nunca nadie nos ha advertido que se podría ser de otra manera.
Y, afortunadamente, parece poco probable que pase, que seguro que en Andrómeda tienen cosas mejores que hacer que venir hasta acá para chincharnos, y además que aquello queda muy lejos.