Al despertar alguna de estas mañanas (tumbado en la cama, claro, que es donde normalmente aparezco al despertar) me gustaría, por una vez, antes de echar la manta a un lado, plegar las piernas, girar el cuerpo hacia el lado correspondiente y encajar los pies en las zapatillas, pararme a pensar si realmente me conviene salir de la cama. O, dicho de otro modo, confirmar la existencia de motivos para hacerlo. Y que me convenzan.
Cierto que esos motivos, aparentemente, no faltan, y se podría pensar que, por ejemplo, ir al baño es un buen motivo para salir de la cama. Claro que después de hacerlo tendría que ir pensando en encontrar otro motivo para ir a hacer otra cosa o, por el contrario, aceptar quedarme sentado indefinidamente en la taza del retrete.
Por supuesto que siempre va a ser fácil encontrar un pequeño motivo para añadir alguna cosa a la que se acaba de hacer: tomar el café con leche, ducharse, vestirse… Pero todos sabemos cómo acaba eso, porque es lo que hacemos todos los días, y que al final de esa cadena de presuntas decisiones lo que termina por aparecer es alguien (normalmente, uno mismo), echado en la cama en la que acaba de despertar, sin saber cómo se llegó hasta allí y qué fue lo que se hizo el día anterior desde que se salió de esa misma cama.
Lo anterior, aparentemente, justificaría la opción alternativa: quedarse en la cama. El problema es que, siendo realista, habría que organizar una logística algo compleja. Básicamente, la relativa a la alimentación y, dicho finamente, la recogida de residuos. No se puede negar que las importantes molestias del sistema serían una desventaja de la opción inmovilista.
Incómodo dilema, sin duda. Creo que lo mejor será que lo deje para mañana, en cuanto despierte, sin falta…