Levantarse de la cama (o no)

Al despertar alguna de estas mañanas (tumbado en la cama, claro, que es donde normalmente aparezco al despertar) me gustaría, por una vez, antes de echar la manta a un lado, plegar las piernas, girar el cuerpo hacia el lado correspondiente y encajar los pies en las zapatillas, pararme a pensar si realmente me conviene salir de la cama. O, dicho de otro modo, confirmar la existencia de motivos para hacerlo. Y que me convenzan.

Cierto que esos motivos, aparentemente, no faltan, y se podría pensar que, por ejemplo, ir al baño es un buen motivo para salir de la cama. Claro que después de hacerlo tendría que ir pensando en encontrar otro motivo para ir a hacer otra cosa o, por el contrario, aceptar quedarme sentado indefinidamente en la taza del retrete.

Por supuesto que siempre va a ser fácil encontrar un pequeño motivo para añadir alguna cosa a la que se acaba de hacer: tomar el café con leche, ducharse, vestirse… Pero todos sabemos cómo acaba eso, porque es lo que hacemos todos los días, y que al final de esa cadena de presuntas decisiones lo que termina por aparecer es alguien (normalmente, uno mismo), echado en la cama en la que acaba de despertar, sin saber cómo se llegó hasta allí y qué fue lo que se hizo el día anterior desde que se salió de esa misma cama.

Lo anterior, aparentemente, justificaría la opción alternativa: quedarse en la cama. El problema es que, siendo realista, habría que organizar una logística algo compleja. Básicamente, la relativa a la alimentación y, dicho finamente, la recogida de residuos. No se puede negar que las importantes molestias del sistema serían una desventaja de la opción inmovilista.

Incómodo dilema, sin duda. Creo que lo mejor será que lo deje para mañana, en cuanto despierte, sin falta…

Sinécdoque del hidrógeno

Sabemos de sobra que nuestros cuerpos están formados con esas partículas atómicas de las que hablan los libros de física (electrones, protones, neutrones… sin tener en cuenta otras más volátiles como los fotones), lo cual no deja de ser algo preocupante, a poco que uno quiera hacerse una idea de cuántas y cuáles son esas partículas con las que, a fin de cuentas, está uno hecho.

Para intentar ese cálculo, se puede partir de que un cuerpo humano tiene alrededor de cinco billones de células, por lo que dicen, en este caso, los libros de biología. Ahora bien, ¿cuántas partículas hay en una célula? Pues cualquiera sabe. Habría que contar las moléculas de las células, los átomos de cada molécula y las partículas de los diferentes átomos, lo que se puede sospechar que, sobre todo si se hace manualmente, exigiría dedicar más tiempo de lo razonable, seguramente, y tirando por lo bajo, varias vidas.

Así que mejor simplificar un poco el cálculo y, para ello, se podría empezar por aprovechar aquella idea, que todo el mundo tiene arrumbada en alguna parte de la memoria desde que la escuchó en una olvidada clase de primaria, de que el cuerpo es agua en sus tres cuartas partes. Pues bien, si a eso le añadimos que una molécula de agua tiene dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, como todo el mundo sabe de sobra a poco que se fije en el sobado soniquete de “hache-dos-o”, entonces dos terceras partes de los átomos de las tres cuartas partes del cuerpo son de hidrógeno y, si es así, la matemática exige (3/4 x 2/3 = 6/12 = 1/2) que un cincuenta por ciento del cuerpo sea hidrógeno.

Pues con un poco más de hidrógeno que haya en el veinticinco por ciento de cuerpo que no es agua, algo que se puede dar por seguro, ya se podría decir, con total rigor, que la mayor parte del cuerpo es hidrógeno y, partiendo de ello, con un tan democrático como dudoso sentido de la representación a favor de la mayoría, se podría sentenciar que, en lo esencial, somos hidrógeno.

Siendo así, al mirar el propio cuerpo no habría que ver la piel, la carne, los brazos y el resto de cosas que siempre se ven al mirarlo, sino átomos de hidrógeno. Eso sí, en un número inaudito e incontable.

Un problema, claro, porque cualquier cosa manifestada en un número inmanejable se vuelve inconcreta, así que mejor seguir simplificando y, puestos a hacerlo, mejor hacerlo radicalmente, quitando todos los incontables ceros a ese número inaudito, para dejar un solo átomo de hidrógeno.

El resultado es sin duda estupendo, porque lo único que quedaría sería una sencilla nube electrónica, de un solo electrón, con su protón en el medio, lo cual resulta una imagen, esta sí, perfectamente manejable y concreta.

Sin duda se podrá pensar que todo este proceso de transformar el cuerpo humano en un átomo de hidrógeno es un caso abusivo de tomar la parte por el todo, eso que los lingüistas llamas sinécdoque. Siendo esto indudablemente así, sin embargo, se puede sospechar que sería esta una licencia que seguramente todos hubiéramos estado dispuestos a conceder, si la imagen resultante de toda esa simplificación no hubiese acabado siendo tan diferente de la que nos devuelve el espejo cada mañana.

Sobre colores y mesas

Una mesa. Una sólida mesa. Nada como un buen tópico para aclarar las cosas. Y aun mejor si se le añade un segundo tópico: el color rojo. Ahí está, una mesa roja. Bien mirado, no es un color frecuente en las mesas, pero tanto da.

Porque todo el mundo, menos algún despistado, hace tiempo que sabe que el color rojo no existe fuera de nuestra mente. Eso ya lo dijeron los primeros pensadores modernos allá por el siglo XVII, si no antes, con aquello de las propiedades primarias y las secundarias, como bien nos explicaban en las clases de filosofía del bachillerato: “El color es una propiedad secundaria, en el sentido de que no está en las cosas, sino que la aporta la mente que percibe, mientras que la forma, el volumen, el peso y otras cosas de ese género son primarias, y su existencia no depende de la percepción del sujeto que las percibe, porque están realmente en las cosas”. O algo así decían.

Lo malo está en que, lamentablemente, por lo que ahora cuentan los que se dedican a hurgar en estas cosas, las propiedades primarias, cuando se rasca un poco en ellas, tienden a volverse más bien secundarias, es decir, a dejar de estar realmente ahí y, claro, si es así, ¿qué clase de cosa es una cosa que no tiene forma, volumen, peso…?

En nuestro caso, ¿dónde va la solidez y fiabilidad de esa mesa (aunque no sea roja) en la que tenemos apoyado ahora mismo el codo derecho?

De hecho, ¿dónde va la mesa? Por no hablar del codo…

¿Para qué sirve sentirse «yo»?

¿Para qué me sirve sentirme “yo”? Quiero decir, para qué me sirve sentirme “yo”, tanto, con tanta claridad. Con tanta claridad y, también, que hay que advertirlo, con tan poca fiabilidad porque, siendo franco, a poca introspección que haga, resulta evidente que, la mayor parte del tiempo, no soy yo quien dirige el asunto. De hecho, la mayor parte del tiempo ni siquiera estoy.

Para comprobarlo basta con que intente mantener la sensación de mí mismo y ver el tiempo que lo consigo. Pues ni dos minutos. Aparentemente, estoy al servicio de un pensamiento digresivo que me habita y, en buena medida, es él quien decide lo que siento, e incluso lo que hago.

Y el caso es que, con todo, me siento ser “yo” con una rotundidad que parece negar cualquier sospecha de engaño. ¿A quién hay que hacer caso?

De todos modos, esa sensación de ser “yo”, ese sentirse ser, por lo que se ve, lo tiene todo el mundo, no es algo que me pase solo a mí (menos mal) y, por lo que cuentan los que saben del tema, hay que tener en cuenta que la naturaleza no hace ningún gasto por capricho, así que, si lo traemos todos instalado de fábrica, por algo será. Pero ¿qué algo es ese?

Quién sabe, quizás todo es consecuencia de la pereza de la naturaleza que, una vez que hace lo mínimo para que algo funcione, le resulta más cómodo y barato completarlo poniéndole un parche mal cosido, aunque el conjunto le quede algo torcido, que gastando esfuerzo en un acabado fino.

Y más en este caso, teniendo en cuenta lo caro que podría salir dar solidez a ese sentirse ser, sobre todo si, en realidad, no es.

La conjura de los animales

A veces tengo la sospecha de que los animales están conjurados para hacerme luz de gas.

La verdad es que, aparentemente, sus mundos están tejidos con los mismos hilos que el mío.  Por lo menos parece claro que el mundo de, por ejemplo, un perro es el mismo que el mío. Y lo mismo habría que decir de los vertebrados en general.

En el caso de los insectos y el resto de invertebrados ya cuesta algo más reconocerlo. ¿Un gusano agujereando en la madera vive en el mismo mundo que yo? ¿Y una bacteria que solo tenga sensibilidad, por ejemplo, a la gravedad y al calor? Arriba. Abajo. Caliente frío. Tendría una percepción correcta de la realidad, pero obviamente incompleta. ¿Cómo sentiría su mundo? Sin duda, muy distinto de como yo siento el mío. Por cierto, ¿cómo siento el mío?

En cualquier caso, a todas luces, interaccionamos con los animales, hasta con el gusano ese, que quién sabe si no está hurgando justo ahora en el parqué debajo de mis pies. De hecho, esa confirmación tácita que tengo del resto de seres vivos (hasta de las plantas, que bien que saben lo que hacen con sus flores y frutas) puede ser la causa de que dé por supuesto que mi mundo es “el mundo”, el único posible.

Lo que, quizás, no deja de ser un tipo de chauvinismo y, como todos los chauvinismos, un poco tonto. Lo que pasa es que en este caso no es fácil saber cómo salir de él. Sobre todo si pensamos en la posibilidad de seres vivos en otro tipo de realidades con mundos que ni tan siquiera podríamos, no ya imaginar, sino incluso reconocer.

Porque el chauvinismo se suele curar viajando, pero se puede pensar que, por definición, no se puede viajar a mundos que uno no es capaz de ver.

Simplificando la realidad

En ocasiones pienso que estaría bien tener otra realidad más simple que esta, que resulta un poco irritante con tanta cosa que tiene, un poco incómoda con tanta irregularidad, eso que llamamos formas, objetos, cosas, seres…

Seguro que al principio todo era más simple, y habría poco más que algún átomo disperso por ahí suelto. Pero alguien debió de pensar algo así como “Qué mal puede hacer dejar aumentar el número de átomos y que se junten un poco”, y al momento, en el abrir y cerrar de ojos de unos cuantos miles de millones de años, ya estaban ahí esos seres empeñados en no ver otra cosa que esas triviales diferencias en la colocación de los protones y los electrones, que ellos llaman estrellas, planetas, piedras, pájaros…

Lo ideal sería volver a juntar cada protón con un electrón para hacer átomos de hidrógeno, y luego asegurarse bien de que queden adecuadamente esparcidos por el universo entero, sin dejarlos amontonarse, haciéndoles guardar siempre las distancias, no vaya a ser que en un despiste comiencen de nuevo a juntarse y complicarse, y luego se pongan a andar por ahí reduciendo y oxidando lo que encuentran, y terminen por aparecer otra vez seres como nosotros, quejándose de que todo sea tan complicado.

Lucecitas verdes

En una ocasión, al salir el viernes por la noche como acostumbramos, fuimos a tomar una cerveza a una coctelería que está cerca de casa. Fuimos temprano, en la hora de la cerveza en lugar de la de los cócteles, porque sabíamos que iba a tocar un saxofonista en una promoción de una marca de alcohol.

Estábamos seis clientes así que, como promoción, no está claro que sirviera de mucho. El saxofonista, que tocaba sobre bases grabadas y se movía entre la poca gente que por allí estábamos, llevaba sombrerito, pajarita y tirantes y, para rematar el conjunto, los laterales del saxo estaban resaltados con unas líneas de lucecitas verdes. Tocaba muy bien, en un estilo pop-rock, y hacía lo que podía para animar, pero aquello no había quien lo levantase.

El caso es que a mí las que me llamaron mucho la atención fueron las lucecitas verdes en el saxo. Digo yo que hay que entenderlas como una forma de llamar la atención, es decir, como una forma de ayudar a ver el saxo de otra manera.

Probablemente la idea es buena y, siendo así, se podría pensar en generalizarla para intentar verlo todo de otra manera y, para ello, probar a ponerle lucecitas verdes a todo. A las mesas, a los coches, las casas, los vasos… Lo que ya no sé es cómo se les podría poner lucecitas verdes a cosas como la ingenuidad o el aburrimiento. Difícil, sin duda. Quizás habría que pensar en usar otros colores…

Sin nada especial que hacer.

Sábado por la mañana. Día lluvioso y algo frío. Sin cosas pendientes, es decir, sin nada en especial que hacer, es decir, con cualquier cosa para poder hacer.

Claro que, considerando que ya voy teniendo cierta edad y que no hay garantías respecto a la duración de mi metabolismo personal, por no decirlo más crudamente, quizás habría que pensar que no se puede andar por ahí gastando el tiempo así, a la buena de dios, como si fuese infinito.

Claro que, y hay que decirlo, para no gastar el tiempo así, a la buena de dios, habría que saber de qué otra forma se podría gastar, cosa que no termina de estar clara, quizás porque para eso habría que entenderlo todo bien, y el caso es que, cuando uno se pone a estudiarlo, todo resulta estar decididamente embarullado y no hay forma de sacar conclusiones mínimamente prácticas.

Claro que, teniendo en cuenta que en unos cinco mil millones de años nuestro terrestre mundo se va a fundir por la explosión del Sol, cuando se le agote su reserva de hidrógeno, la verdad es que da un poco de pereza esforzarse por entenderlo todo. Incluso una parte, como sea tirando a grande.

Siendo así, pienso que voy a gastar esta lluviosa mañana de sábado, algo fría, en no hacer nada. A ver si lo consigo.

Definiciones alternativas: botella

botella

Del fr. bouteille, y este del lat. butticŭla.

f. Aparato construido por lo común con material resistente a la torsión y el estiramiento, en ocasiones transparente con el fin de permitir cierto grado de acceso visual a su interior, de forma normalmente más o menos cilíndrica y siempre manteniendo un receptáculo en su interior accesible de modo controlado por su parte superior (mediante la reducción del radio del cilindro) y dedicado a la manipulación antigravitatoria de moléculas de poca cohesión y, por ello, adaptables al interior receptáculo. Habitualmente, las sustancias contenidas en el aparato se transfieren a otros tipos de aparatos de funcionalidades semejantes, pero de menor tamaño y distintas proporciones, hasta su final traspaso a un receptáculo de naturaleza biológica en el que la sustancia es sometida a procesos químicos y físicos hasta su total o parcial degradación.

Receta para cocinar un universo cualquiera

Una receta para cocinar un universo cualquiera (por ejemplo, el nuestro) vendría a ser algo como esto:

  • Cójase un poco de vacío y sacúdase hasta asegurarse de que aparezcan por allí unas cuantas partículas virtuales.
  • A continuación agárrese alguna de ellas y désele un buen golpe para partirla en tantas piezas como se pueda, aunque en el peor de los casos sería suficiente con dos. Este punto de la preparación hay que completarlo antes de que desaparezca la partícula virtual, y como su límite es el tiempo de Planck que es bastante menos de una trillonésima de segundo, la verdad es que mucho margen no da, así que hay que procurar no despistarse.
  • Una vez obtenidas ese par de partículas asegúrese de no haber infringido el primer principio de la termodinámica midiendo la energía del conjunto para comprobar que es cero. No se olvide de incluir a la gravedad en el cálculo.
  • El último paso será dejar reposar la preparación unos cuantos miles de millones de años para dar tiempo a la aparición de nuevas partículas (no se preocupe por ello, que ya se encargan ellas solas) y a la generación de complejidad (necesitará para ello abundante entropía, pero su incorporación al preparado la realizará ella misma).
  • Compruebe de vez en cuando que la energía del conjunto sigue siendo cero, aunque sería excepcional que no fuese así (salvo hipotéticas intervenciones divinas), ya que la aparición de nuevas partículas siempre estará acompañada de su correspondiente gravedad, asegurando el balance cero.

Por último, debe aclararse que esta receta toma como ingrediente inicial algo de vacío. En principio, se podría sustituir este ingrediente por la Nada, pero debe advertirse que se trata de un producto difícil de obtener fuera de temporada y, aparentemente, no ha vuelto a ser su temporada desde hace unos catorce mil millones de años.