El camarero me dejó en las manos la carta con el menú del día y allí mismo se quedó, mirando para mí y esperando. Supongo que como era temprano y todavía había poca gente, se permitía gastar el tiempo de ese modo tan poco eficiente, mirando para mí mientras yo terminaba de estudiar el menú.
Cuando, al cabo de unos segundos, los trazos negros sobre el fondo blanco del papel se terminaron de organizar en letras y palabras, pude comenzar. Sopa de tomate. Ensalada mixta. Judías pintas con arroz. Caldo de repollo. Cada uno de aquellos pequeños haces de palabras se me aparecía rebosante de complejidades y matices. Miré los segundos. Guiso de costillas. Trucha al horno. Pollo asado. Filete con patatas. Lo mismo. Peor.
Volví a empezar el estudio y se me debió de ir algo de tiempo en la cosa porque noté que el camarero comenzaba a bambolear los hombros y a pasar el peso del cuerpo de un pie para el otro, al tiempo que agitaba el bolígrafo que había tenido desde el principio en posición de espera sobre la libretita de los pedidos.
– Sopa de tomate y guiso de costillas –le indiqué, después de resolver el dilema optando por los primeros de la lista.
– ¿Vino y gaseosa? –me preguntó, y había desconfianza en su voz.
– Sí –le dije, aunque yo no acostumbraba a beber vino, pero no me atreví a alargar más la cosa poniéndome a pensar en la cuestión.
En un tiempo sospechosamente breve, ya tuve bajo mi nariz un humeante plato en cuyo contenido me sentí obligado a hurgar con la cuchara. Era una materia pastosa en la que se conseguían diferenciar dos tonos de la gama del rojo, dando lugar a un conjunto elegante pero algo monótono. Con el fin de contrastar las sensaciones visuales con las gustativas, cargué la cuchara de la materia del plato y la tragué.
Me hubiera gustado profundizar en las sensaciones que comenzaban a irradiar desde mi boca pero a penas estaba comenzando el análisis cuando un brazo dejó en el borde de la mesa otro plato lleno de cosas. Suspendí las operaciones en marcha y me puse con el nuevo material, que parecía igualmente prometedor.
La exactitud de las aristas de los cuadrados blancos y blandos que se distribuían elegantemente por todo el conjunto, la textura de las hebras oscuras alrededor de piezas duras y alargadas, el brillo graso del líquido en el que flotaban pequeñas y encantadoras esferas verdes junto con trocitos irregulares de materia anaranjada, todo ello exigía atención y dedicación.
Cuando ya comenzaba a tener cierta familiaridad con el contenido del plato, me di cuenta de que el camarero, de nuevo, volvía a estar al acecho. Al principio pensé que podía ser porque pudiera pensar que no me estaba gustando la comida, pero enseguida me pareció más probable que estuviese algo alterado por lo que estaba tardando en dejar la mesa libre, ahora que se había ido acumulando gente y había cola para sentarse.
Delante de aquella mirada no me atreví a pedir nada más así que me quedé con las ganas de enfrentarme a la gelatinosidad de un flan o a la suculencia de una pieza de melón que, creía recordar, ofrecía el menú. Pagué y, al ponerme de pie, la debilidad de mis piernas me hizo darme cuenta de que me había bebido casi toda la botella de vino. Y sin la gaseosa.
Me fui para casa, aprovechando la turbiedad del alcohol para no fijarme demasiado en las cosas que iba dejando a mi alrededor. Al llegar, me metí en la cama y conseguí quedarme dormido antes de tener que comenzar a pensar en lo que haría cuando me despertarse.