Fernando Pessoa, por medio de Álvaro de Campos, se quejaba en un poema escrito en 1935 de que, cuando se convocaba a él mismo, no aparecía. Así decía:
Los antiguos invocaban a las musas.
Nosotros nos invocamos a nosotros mismos.
No sé si las musas aparecían,
supongo que dependería de lo invocado y la invocación,
pero sí sé que los que no aparecemos somos nosotros.
Cuántas veces me he inclinado sobre el pozo que me supongo
y balado un «¡Ah!» para oír un eco,
y solo he oído lo que he visto:
la leve luz oscura con la que el agua resplandece
en la inutilidad del fondo…
Ningún eco hacia mí…
Solo vagamente una cara
que tiene que ser mía por no poder ser de otro.
Es una cosa casi invisible,
que apenas intuyo
allá en el fondo,
en el silencio y en la luz falsa del fondo…
¡Qué musa!
Sin embargo, bien pudiera ser que el problema fuese otro, y más bien el contrario, porque el caso es que, por lo que insisten en contarnos últimamente los neurocientíficos y filósofos de la mente (con todas las desconfianzas que pueden suscitar estos dos colectivos, casi tan incómodos como el de las señoras con perrito y el de los jovenzuelos con patinete) a estas alturas habría que comenzar a tener algunas dudas de que haya realmente alguien o algo que pueda aparecer. Siendo así, quizás a Pessoa hubiese debido preocuparle, más que su levedad, la poco fiable naturaleza de ese reflejo al fondo del pozo. Aunque, bien mirado, quizás sea lo mismo.