Sabemos de sobra que nuestros cuerpos están formados con esas partículas atómicas de las que hablan los libros de física (electrones, protones, neutrones… sin tener en cuenta otras más volátiles como los fotones), lo cual no deja de ser algo preocupante, a poco que uno quiera hacerse una idea de cuántas y cuáles son esas partículas con las que, a fin de cuentas, está uno hecho.
Para intentar ese cálculo, se puede partir de que un cuerpo humano tiene alrededor de cinco billones de células, por lo que dicen, en este caso, los libros de biología. Ahora bien, ¿cuántas partículas hay en una célula? Pues cualquiera sabe. Habría que contar las moléculas de las células, los átomos de cada molécula y las partículas de los diferentes átomos, lo que se puede sospechar que, sobre todo si se hace manualmente, exigiría dedicar más tiempo de lo razonable, seguramente, y tirando por lo bajo, varias vidas.
Así que mejor simplificar un poco el cálculo y, para ello, se podría empezar por aprovechar aquella idea, que todo el mundo tiene arrumbada en alguna parte de la memoria desde que la escuchó en una olvidada clase de primaria, de que el cuerpo es agua en sus tres cuartas partes. Pues bien, si a eso le añadimos que una molécula de agua tiene dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, como todo el mundo sabe de sobra a poco que se fije en el sobado soniquete de “hache-dos-o”, entonces dos terceras partes de los átomos de las tres cuartas partes del cuerpo son de hidrógeno y, si es así, la matemática exige (3/4 x 2/3 = 6/12 = 1/2) que un cincuenta por ciento del cuerpo sea hidrógeno.
Pues con un poco más de hidrógeno que haya en el veinticinco por ciento de cuerpo que no es agua, algo que se puede dar por seguro, ya se podría decir, con total rigor, que la mayor parte del cuerpo es hidrógeno y, partiendo de ello, con un tan democrático como dudoso sentido de la representación a favor de la mayoría, se podría sentenciar que, en lo esencial, somos hidrógeno.
Siendo así, al mirar el propio cuerpo no habría que ver la piel, la carne, los brazos y el resto de cosas que siempre se ven al mirarlo, sino átomos de hidrógeno. Eso sí, en un número inaudito e incontable.
Un problema, claro, porque cualquier cosa manifestada en un número inmanejable se vuelve inconcreta, así que mejor seguir simplificando y, puestos a hacerlo, mejor hacerlo radicalmente, quitando todos los incontables ceros a ese número inaudito, para dejar un solo átomo de hidrógeno.
El resultado es sin duda estupendo, porque lo único que quedaría sería una sencilla nube electrónica, de un solo electrón, con su protón en el medio, lo cual resulta una imagen, esta sí, perfectamente manejable y concreta.
Sin duda se podrá pensar que todo este proceso de transformar el cuerpo humano en un átomo de hidrógeno es un caso abusivo de tomar la parte por el todo, eso que los lingüistas llamas sinécdoque. Siendo esto indudablemente así, sin embargo, se puede sospechar que sería esta una licencia que seguramente todos hubiéramos estado dispuestos a conceder, si la imagen resultante de toda esa simplificación no hubiese acabado siendo tan diferente de la que nos devuelve el espejo cada mañana.