La natural tendencia del ser humano a ponerle una etiqueta a todo lo que tiene alrededor es loable, pero insuficiente. Lo intentamos, insistimos, perseveramos, pero hay demasiadas cosas a las que etiquetar. Y cambian, se solapan, con frecuencia son confusas… Así no hay forma. Cuando nos enfrentamos a nuestro mundo, una de cada dos cosas que lo componen se nos escurre entre los dedos antes de conseguir clavarle el alfiler con la etiqueta correspondiente (“esto es obvio”, “eso era deseable”, “aquello será inalcanzable”). Y, con la otra mitad, siempre queda la duda de si le pusimos la etiqueta que le correspondía (¿era“indiferencia”o“miedo”?, ¿era ”resentimiento” o “lucidez”?). Decididamente, se precisan medidas más radicales: no basta con etiquetar, se vuelve imperioso empaquetar, guardarlo todo en cajitas, cada cosa en su hueco correspondiente, fijado para siempre y disponible para cuando lo necesitemos. Indudablemente, no será fácil, habrá cosas que se resistan a entrar en su cajita, desleales ellas, pero al final seguro que lo conseguimos y, entonces sí, por fin podremos saber de una vez qué es todo eso que está ahí fuera.