El tener que visitar otras ciudades un par de veces al mes permite, entre otras cosas, y al cabo de cierto tiempo, hacer algunas constataciones. Por ejemplo, que más o menos en el centro de la ciudad (o un poco al lado) siempre hay un parque.
¿Quién lo puso ahí? ¿Y para qué? No está claro. Se necesitan hipótesis.
Afortunadamente, yo tengo una: sentada en este banco tranquilo, entre soberbios cedros y más humildes aligustres, resulta obvio que la función de un parque como este es servir de marco para que la comunidad vegetal, desde una ignorada brizna de hierba hasta el más recio gigantón arbóreo, pueda hacer adecuada ostentación de la obvia superioridad que se deriva de su perfecta impasibilidad.
Porque no parece que tenga muchas preocupaciones una planta y, en particular, no se ve a ninguna especialmente agobiada por tener que decidir lo que va a hacer después (para empezar, ¿después de qué?), que es justo la que me pasa a mí en este momento: ¿Me levanto o no me levanto de este banco? ¿Vuelvo al hotel o, mejor, me voy a la China? ¿Me quedo conmigo misma o me convierto en otra? ¿Hago algo o no hago nada?
Ante esta penosa situación, y aprovechando el ejemplo de lo que estoy viendo a mi alrededor, lo que voy a hacer va a ser aplicar a mi manera esa radical parsimonia vegetal para, primero, estirar los brazos y dejar que me salgan hojas en ellos, segundo, quedarme aquí sentada viviendo de la generosa indiferencia del Sol, tercero, crecer hasta ser justo un poco más alta que este cedro que tengo al lado y, cuarto, entonces sí, volver al hotel.