Nº 13 / Carta de queja a Juan José Millás (Intrusiones de González)

Objeto extraño

Sr. Millás:

Lo de estimado no se lo pongo. Lo siento, pero no me sale. Disculpe la descortesía pero es que le tengo algo de manía. Sí, ya sé que es injusto y, usted, si supiera de qué le hablo, me podría decir que no ha habido mala voluntad por su parte, y sería cierto. Pero, con todo, se la sigo teniendo, ya ve usted. La manía, digo. Y, claro, así no me sale lo de estimado. Además, sería hipócrita, digo yo.

Lo pongo en antecedentes, si le parece. Pues, verá, yo estaba muy contento con mis cuentos, bien guardados en el cajón para cuando me decidiera a hacer algo con ellos. Aunque nunca lo hacía, ni se me ocurría. Porque tener esos cuentos guardados en el cajón me permitía regodearme a placer con ensoñaciones tibias… El envío a la editorial (con una nota concisa y discreta pero rezumante de indisimulable brillantez), la contestación (obviamente, positiva), los primeros contactos con el nuevo mundo (en el que, por supuesto, habría chicas atractivas e impresionables)… En fin, la publicación, las críticas en los suplementos, presentaciones, ruedas de prensa, los comentarios de la gente, las invitaciones a cosas interesantes, los famosos, etc.

Como comprenderá, no iba a arriesgarme a perder todo eso mandando a una editorial lo que tenía para que me contestaran con la carta habitual, con la previsible negativa insultantemente cordial. Ni loco. Y yo estaba tranquilo, con los cuentos bajo llave (literalmente). Sí, era un ingenuo, pero cómo iba yo a imaginar que me pudieran desaparecer los cuentos (y con ellos todas esas imaginadas dulzuras) sin ni siquiera sacarlos del cajón.

Aunque, bien mirado, lo raro  era que no hubiera pasado antes. De hecho, nunca terminaba de sorprenderme que nadie se hubiese dado cuenta de la evidente utilidad epistemológica de los armarios ropero. Porque, ¿qué mejor forma de tratarse con la realidad que metiéndose dentro de un magnífico y acogedor armario? ¿Quién podría dudar de que al fondo de cada uno de ellos hay un hueco que lleva adonde yo me sé? Y qué decir de los espejos y de las tardes de domingo. Pues lo mismo. En realidad, si uno sabe retorcerlo adecuadamente, cualquier objeto cotidiano, hasta una piedra encontrada en la calle, puede comenzar a verse como un objeto sospechoso y amenazador. El problema estuvo en que, a esa actividad de retorcimiento, hay que reconocerlo, usted ya llevaba un tiempo dedicado.

Como puede imaginar, no me hizo gracia ir encontrando todo eso en sus cuentos. Fue duro. ¡Lo que me había perdido! Me había quedado sin la visita a la editorial, sin las chicas atractivas e impresionables, sin cócteles con famosos, las ruedas de prensa, todo eso. Porque a ver cómo iba yo ya a mandar nada a nadie ahora, con qué cara, si de golpe todos mis cuentos se han vuelto patéticas imitaciones, insulsos plagios…

Y termino. Si anda corto de historias para alguna recopilación, me lo dice y le mando unas cuantas, que para qué las quiero yo ya, qué voy a hacer ahora con ellas. Incluso esta misma carta, diría yo, podría pasar por un cuento suyo, sobre todo teniendo lo mucho que le gusta todo lo relacionado con suplantaciones e impostores. Por cierto, lo que no tengo muy claro es si todo esto me convierte en un presunto suplantador o, más bien, en un falso impostor…

En fin…

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